Las risas de las hienas
Estaban las dos sentadas en la terraza, mecidas por la luna y acunadas por las titilantes estrellas. El cielo respiraba en completa armonía. Sólo en un ambiente creado por unas palabras tan extremadamente edulcoradas puede comenzar el principio de la catástrofe: la pérdida de amor.
—Ayer te vi patinar con ella — dejó caer Adriana.
—Ah… sí... Pásame la aguja gorda — respondió Sara.
—¿Por qué no me llamaste a mí?
—Porque tú no sabes patinar.
—Tengo patines…. ¡podrías enseñarme!
—No digas tonterías. A ti no te gusta patinar, lo que te molesta es que saliera a patinar con Olga.
—No tienes ni idea. Pero… no sé que tiene ella que…
—Eres infantil.
—Lo que no me parece normal es que después de todo… ya no me llames tanto… Nos lo pasábamos bien, ¿no?
—Estaba bien. Ahora también lo estamos pasando bien. Dame el hilo rojo, anda.
—Pero no es lo mismo.
—Estamos haciendo lo de siempre.
—¡No! ¡No es lo mismo! ¡No estamos haciendo lo de siempre y lo sabes! Puede que estemos haciendo lo mismo, pero ya nada es igual.
—¿Dónde está el hilo rojo?
—¡Que me hagas caso!
—Que me des el hilo rojo.
—¡Aquí tienes el hilo rojo! — exclamó Adriana, arrojando con furia el ovillo de lana por la terraza.
—Baja a recogerlo ahora mismo, Adriana.
—Baja tú si tanto lo quieres, a lo mejor te encuentras allí con Olga.
—Que dejes el tema de Olga.
—No pienso dejarlo hasta que me digas la verdad.
—Olga es mi amiga, ¿qué más quieres saber?
—Si fuera tu amiga me llamarías a mí también cuando quedáis las dos y no lo haces. Es algo más. Es algo más y no quieres decírmelo.
—Eres una pesada.
—¿Ahora me llamas pesada? ¿Es que no me entiendes?
—Nunca sé lo que quieres.
—Quiero que dejes de verla.
—Eso es imposible.
El concepto de "lo imposible" envenenó la sangre de Adriana. Sentía que, sin querer, había contribuido a consolidar el amor de Sara y Olga. Gracias a ella, el enemigo común de los amantes tenía forma, la adversidad tenía rostro y cabellos rubios. Sus gestas en nombre del amor verdadero serían memorables.
—¡¿Por qué es imposible?! Yo he dejado muchísimas cosas por ti. Siempre que me lo has pedido. He hecho todo por ti.
Mario un día se burló de nosotras. Nos dijo que dadas de la mano parecíamos novias y, ¿qué hiciste tú?
—No me acuerdo…
—Me soltaste la mano porque te daba vergüenza —susurró Adriana, con las lágrimas a punto de caer.
—¿Qué me dices de Andrea? —arremetió Sara.
—¿Qué pasa con Andrea?
—Dímelo tú. ¿Qué pasó con Andrea?
—Se terminó… Lo de Olga… lleva ya pasando desde hace por lo menos un año.
—No seas exagerada. Además, mira, estoy contigo, haciendo lo de siempre, ¿no te basta con eso? Tú ni siquiera me cogías las llamadas.
—No estamos como siempre.
—No cambies de tema.
—¡Lo has cambiado tú! Lo de Andrea se acabó, ya no tiene sentido seguir discutiendo. Volvimos, ¿no? Te prometí que iba a cambiar y tú me diste una oportunidad…
—Lo de Andrea se acabó porque se fue a Barcelona.
—Habría acabado de todos modos.
—Lo dudo.
—Vale, muy bien, ¿por qué me perdonaste?
—Porque sí.
—Ahora eres tú la niñata.
—Yo te llamé niña — puntualizó Sara —. Dame el hilo azul.
—Toma el hilo azul — espetó Adriana, lanzando con fuerza el ovillo contra el pecho de su amiga.
—He dicho que me lo des, no que me lo tires.
—¡¿Por qué me perdonaste?!
—Porque sí…
—Ya lo sé…. Me perdonaste sólo para poder hacerme esto. Para vengarte. ¡Estás usando a Olga para vengarte de mí!
—No estoy usando a Olga para nada porque es mi amiga.
—¡Mientes! Sólo la usas para hacerme daño. Es eso, ¿verdad?
—Es lo que te gustaría pensar, ¿no? Así seguirías siendo el centro. El eterno centro. ¡Crece!
—iDi la verdad!
Sara guardó silencio. Terminó de enhebrar el hilo azul y empezó a coser. Siempre en silencio.
—¡Háblame! — rugió Adriana — ¿Por qué te callas ahora?
Adriana siguió cosiendo su trozo de tela. El resultado estaba siendo horrible porque no sabía ni dónde clavaba la aguja. Sara, sin embargo, en su perfecto ejercicio de indiferencia, estaba obteniendo un resultado inmejorable.
—¿Qué ha pasado con todos nuestros proyectos? Dijiste que querías que viviésemos juntas.
Sara continuó cosiendo en silencio, consciente del daño que estaba inflingiéndole a Adriana. Experimentaba una sensación extraña. No quería herir a su amiga, pero su sadismo había llegado al punto de no retorno. Adriana le arrebató la tela que cosía y la tiró también por la terraza. Sara la castigó con otra dosis de indiferencia.
—¿Todavía no? ¡Háblame! ¿Qué ha pasado con lo nuestro?
Adriana empezó a llorar.
—¿No quieres que vaya a buscar tu trozo de tela? ¿No quieres que vaya a buscarlo? Claro que quieres que vaya. Iré a buscarlo por el mismo camino por el que se ha ido — amenazó Adriana, subiéndose a los barrotes —Ya no me importa, ¿te importa a ti?
—Adriana… Baja de ahí. Eres igual que tu madre.
—No te atrevas a insultarme.
—Actúas como ella.
—¡Voy a tirarme!
—Ya no te creo. Siempre haces lo mismo, ¿no ves que ya no funciona?
—Esta vez va en serio.
Sara se levantó y abrió la puerta del salón que conducía a la terraza.
—Te espero dentro, Adriana.
Se escuchó un grito desgarrado. Sara, que ya tenía un pie dentro del salón, volvió sobre sus pasos a tiempo de ver cómo Adriana desaparecía de su vista. Corrió a los barrotes. Se le había quedado enganchado un pie, mientras su espesa cabellera danzaba en el aire, retando a la gravedad. Sara tiró con todas sus fuerzas del pie hasta que Adriana pudo agarrarse a los barrotes. Estaba roja y respiraba con dificultad cuando por fin regresó a tierra firme. Sara la abrazó fuerte, con lágrimas en los ojos.
—No vuelvas a morir por mí, Adriana. Te quiero, te quiero, te quiero mucho.
Sara lloraba porque había estado a punto de perder al amor de su vida y porque sabía que aquella era la última vez que se abrazaban. Se alejaría de ella para siempre.
Estuvieron media hora amarradas la una a la otra, sin decir palabra.
Llamaron a la puerta y Marisa abrió. Era Carmen, que traía en sus manos las telas que Adriana había arrojado por la ventana.
—Mira lo que he encontrado abajo.
—¡Ah! Fíjate. Han estado cosiendo los disfraces en la terraza. ¡Adriana, tu mamá ha venido a buscarte!
Adriana y Sara acudieron a la llamada de Marisa. Sara, con un gran talento para ser actriz, saludó a Carmen con una amplia sonrisa. Adriana venía con el rostro arrebolado y los ojos hinchados de llorar. Se colocó al lado de su madre.
—Pero, ¿qué te ha pasado, Adri?
Adriana no pudo contestar. Entonces, Sara, como explicación, le tendió a Carmen el sombrero de bruja que Adriana había cosido de mala manera.
—No me digas que es por esto. No te preocupes, cariño, que mamá te lo va a coser. No hay nada que no tenga arreglo, ¿eh? Anda, coge el abrigo.
Adriana se fue un momento.
—Ojala todos los problemas fueran como este – comentó Marisa, a modo de falso mártir.
Sara sintió que le ardían las entrañas de rabia. Odiaba a su madre. Odiaba a las madres, que se atrevían a comparar sus insignificantes problemas con la complejidad de Adriana. Adriana regresó con el abrigo puesto. Ya en la puerta, le tendió la mano a Sara. Sara, emocionada, tomó su mano, primero para imitar un falso apretón de adultos, aunque finalmente pensó que lo mejor era depositar un beso sobre el blanco dorso de su amiga. No ha habido tanta pasión reprimida en una separación desde que Audrey Hepburn se despidiera de Gregory Peck en “Vacaciones en Roma”. Las madres se rieron como dos hienas. No porque fueran perversas o malvadas. Las hienas no lo son. Las hienas no saben que se ríen. Se cree que emiten un ruido parecido al de una risa cuando están en situaciones de frustración. Así reían ellas.
Durante milenios la risa de la hiena ha causado terror. El ser humano la ha asimilado a un sonido terrible, producto de la más pura abyección.
Y así escucharon Sara y Adriana las risas de sus madres. No hay banda sonora más deprimente ni más perfecta para la muerte de los amantes.
Por Carolina Corvillo