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Dinero tonto o la historia de la compañía más lucrativa de Inglaterra. Colaboración de Sergio Corvil

“En ciertos momentos un gran número de idiotas tienen una enorme cantidad de dinero idiota”. Walter Bagehot, 1895.


A veces parece ser que la humanidad está compuesta por determinadas casualidades que, como pequeñas piedras, se amontonan hasta formar la historia como la conocemos. Algunas casualidades son más conocidas que otras y, a veces, se les atribuye un peso que no tienen.


Algunas de estas casualidades se pierden o quedan relegadas a unas pocas historias o tópicos que solo los interesados en un tema concreto descubren, a pesar de ser estas mucho más importantes que las más laureadas y conocidas. No voy a ponerme como referente, estoy convencido de que estas historias tan esenciales se me escapan entre los dedos a millares y solo alcanzo a conocer, con cierta claridad, algunas pocas de los temas que me apasionan.


Entre todas estas historias hay unas de un tipo en particular que tienen un carácter cíclico dentro de la sociedad. Estas son las crisis, auges y caídas del sistema financiero. ¿Por qué cíclico? Porque tan pronto como nos vemos inmersos como especie en sus locuras y vorágines, tan pronto lo olvidamos. Tienen un impacto brutal en la cartera, pero como historia, ¿quién podría comparar su emoción con la emoción que dramáticamente tienen las guerras, las confabulaciones y las revoluciones? Quizás sea por una mezcla de resentimiento e incomprensión (potenciada por un lenguaje de "brujos" empleado en ocasiones para ocultar irregularidades como pasó durante la burbuja inmobiliaria de 2008 con términos crípticos como los " collateralized debt obligation" entre muchos otros), o quizás sea porque algo tan imbuido en nuestra vida no causa tanto interés como lo excitante y extraño. Es más estimulante pensar que nuestra forma de vida es herencia de valientes héroes que lucharon por nuestras libertades sacrificando su vida antes que de aburridos banqueros haciendo extrañas operaciones con nuestros depósitos.

Quizás el precio de decir la verdad no sea solo ofender, como dice Jordanson, quizás también sea ser aburrido.


Pero, sin embargo, cuando echamos la vista atrás, podemos ser testigos de anécdotas que enardecen nuestros nervios, en las cuales podemos encontrar paralelismos con nuestra sociedad actual, historias ocultas, olvidadas, quizás por vergüenza, y las cuales nunca nadie reclama como patrimonio y valores culturales. Son historias que no interesan a los políticos, pero sí a los ciudadanos. Todos recordamos la Revolución Francesa, pero, ¿Quién recuerda, aparte de los más peritos, los "assignat" que dieron lugar a una de las crisis monetarias más tiránicas de las que se habían visto en Francia desde la Crisis de La Compañía del Misisipi?

Pero, estoy en este blog para hablar de otro tipo de historia. Damas y caballeros, les presento la historia del dinero tonto. Los assignats fueron cosa de una pésima gestión gubernamental, sin embargo, otras crisis financieras se caracterizan por ser una mezcla de mala gestión gubernamental y una locura popular llevada a sus más altas cotas.


En concreto me gustaría hablar del "hombre que tenía un negocio muy rentable del cual no se sabía nada".

En los años que rodean 1720 se produjo tanto en Inglaterra como en Francia dos de las crisis financieras más paradigmáticas de las sucedidas en nuestra historia. La francesa en concreto, tuvo un talante tan desastroso, que dicen que los franceses pasaron de especular en bolsa a apostar en carreras de caballos, y que eso les salvó de los efectos inmediatos del crac de 1929.


Ambas tienen anécdotas graciosas, alarmantes y desesperantes. Pero una de ellas en concreto no solo representa su crisis financiera con total fidelidad, representa la naturaleza popular de todas las crisis financieras. Esta es la de la compañía más irrisoria, carente de sentido y caricaturesca de todas las creadas durante una crisis (y no hablo del gobierno). Esta es la pequeña historia de una estafa, ocurrida en los años circundantes a la crisis de la Compañía de los Mares del Sur.


La Compañía de los Mares del Sur fue una organización creada por un grupo de aristócratas y comerciantes con el objetivo de ayudar solidariamente a su país contribuyendo a su solvencia frente a la deuda rampante que Inglaterra soportaba. Tenía el monopolio del comercio sobre las colonias españolas de América del Sur y en agradecimiento a su soporte de la deuda nacional se le había concedido la recaudación de ciertos impuestos.


Su crédito, su fama y, lo más importante, los rumores sobre su riqueza, hicieron que, a su salida a bolsa, todo el mundo corriese a Exchange Street para comprar sus acciones. Resultaba que el comercio de esta Compañía estaba en realidad muy constreñido por Felipe V, monarca español que imponía graves aranceles a los productos ingleses que desembarcaban en América del Sur.


Todo esto estaba a la vista pero, como en ocasiones sucede, un rumor vale más que mil palabras y la leyenda del éxito de esta compañía hizo que sus acciones subieran como la espuma.


Lo curioso de esta historia viene cuando los carroñeros, a millares, vieron oportunidades de oro en la bolsa, y crearon sociedades "burbujas" (como las llamaban los ingleses) para captar fondos a través de acciones y luego desaparecer. La gente, contagiada por la fiebre de la bolsa, pensaba que las acciones de cualquier compañía, en aquellos años dorados, no podían hacer más que subir, y daban crédito a cualquier proyecto. Compañías pesqueras, mercaderes de cabello y constructores de latón inundaban con nombres rimbombantes las solicitudes de creaciones de sociedades.


Pero el negocio más extraño y estúpido, que Charles Mackey juraría no haberse creído de no existir tantos testigos del mismo, fue el de un hombre que fundó una sociedad de la que nadie sabía nada. ¿Cuál era su actividad? “Una muy lucrativa”. No voy a pasar a explicarla, porque ni él mismo sabía cuál era, puesto que la anunciaba así. Su compañía se dedicaría a una actividad muy lucrativa de la que nadie sabía nada. Las buenas gentes de la Inglaterra de Eduardo I, quizás cansadas de pensar demasiado en justificar las estupideces y locuras en las que invertían, decidieron hacer de la locura y la estupidez su único negocio. Al fin y al cabo, si lo pensamos bien, es una táctica maestra. Aupados por préstamos, garantías hipotecarias y liquidaciones patrimoniales (como el hombre que vendió todas sus pertenencias para invertir en Bitcoin, otra historia que merece una atención especializada) con el único objetivo de invertir en bolsa, las acciones se vendían como las prendas en rebajas. “El precio subirá mañana”, “Es una inversión sin riesgo”, “Pronto se acabarán las suscripciones”, frases diseñadas para justificar la ludopatía consumista, y que no dejaban lugar para leer el concepto de la inversión. Era, en un mercado que subía un 10% cada diez minutos, mucho más rentable ir directamente al objetivo de la inversión, sin pararse a pensar en los medios. “Una actividad muy lucrativa”, para que pensar más, sencilla, simple y con decisión. Ser aburrido es la pena de muerte en un mercado que lo absorbe todo. Así, este estafador, este cruel maestro circense, este pintor maligno de tiempos descerebrados, comenzó su breve intervención.


Pidió cinco millones de capital social, repartidos en cinco mil acciones de quinientas libras de valor nominal cada una. En una mañana compraron acciones por valor de un millón de libras, y antes de llenar los cinco millones, este señor recogió y se marchó del país, demostrando ser más cuerdo, paciente y lleno de sentido común que todos sus compradores y la nación inglesa en general.


Más adelante, cuando el Parlamento inglés decidiese prohibir la constitución de ciertas sociedades salidas a bolsa, quedaría para siempre inmortalizado el negocio de este hombre en sus prohibiciones, que quedaría reflejado como; "un negocio que tenga como concepto ser muy lucrativo.".


Nunca nadie más supo nada de él. Pero la esencia de su estafa es perenne. Las burbujas, así como toda histeria colectiva, se suelen basar en cosas que uno no entiende, bajo el mantra de tener fe en rumores, instintos o creencias difusas elevadas casi al rango de religión. Es como jugar al blackjack sin conocer las reglas, pidiendo cartas sin límite, pensando que la victoria siempre es nuestra mientras que el número aumente sin control. Quizás sea, como pasa tantas veces en política, que todos dicen tener un negocio muy lucrativo, pero del que nadie sabe nada.


Acabaré con un trozo de un vídeo de la legendaria película de “Los siete samuráis” de Akira Kurosawa (en honor a la tradición de la autora de este blog de acabar con escenas de películas).

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© 2023 por Carolina Corvillo.
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