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"El adversario" de Carrère. Breve reseña. La tragedia de la identidad.


Este libro cayó en mis manos. No recuerdo por qué lo compré, ni dónde leí o escuché algo sobre él. Un buen día, sin que tampoco estuviera planificado por documentación o interés particular, leí la sinopsis:


"Un relato escalofriante, una historia real que nos sume en el estupor, que es un viaje al corazón del horror, un libro excepcional que ha sido comparado con A sangre fría de Truman Capote. El 9 de enero de 1993, Jean-Claude Romand mató a su mujer, sus hijos, sus padres e intentó, sin éxito, darse muerte. La investigación reveló que no era médico, tal como pretendía y, cosa aún más difícil de creer, tampoco era otra cosa. Mentía desde los dieciocho años. A punto de verse descubierto, prefirió suprimir a aquellos cuya mirada no hubiera podido soportar. Fue condenado a cadena perpetua. Yo entré en relación con él, asistí a su proceso, dice el autor. He intentado relatar con precisión, día tras día, esta vida de soledad, de impostura y de ausencia. Imaginar lo que bullía en su mente a lo largo de las horas vacías, sin proyecto ni testigos, cuando se suponía que estaba trabajando y en realidad pasaba el tiempo en parkings de autopistas o en los bosques del Jura. Comprender, en fin, lo que en una experiencia humana tan extrema me ha tocado tan de cerca y que nos afecta, creo, a cada uno de nosotros".


Se trata del relato sobre unos hechos que acontecieron en Francia en enero del 93. Jean Claude Romand, mitómano experto en engañar y estafar a los demás, tenía una vida estructurada a la perfección en torno a una mentira. Afirmaba que era médico y que trabajaba para la OMS, mantenía una vida de clase media alta, con una devota esposa y dos hijos que le adoraban, así como un círculo de amigos que le apreciaba y valoraba. Entre las palabras de Carrère se esconde el retrato de un monstruo.


No se trata de un monstruo cualquiera. No se trata de Perry Smith y Richard “Dick” Hickock, retratados por Capote en "A sangre fría", que asesinan a una familia que no conocen. Romand tampoco está inducido por una personalidad criminal y magnética como la de Charles Manson. No hay odio en él. No hay rencor hacia las víctimas, ni ira, ni deseo de venganza. No hay deseos ocultos, ni ansias reprimidas de asesinar. No tiene antecedentes de maltrato o conductas violentas. No es la historia de un hombre que cuando era niño torturaba a animales. Jean Claude Romand mata a cada miembro de su familia de uno en uno. No hay una irrupción fatal en la que, de pronto, un montón de ojos familiares se miran entre ellos, comprenden e identifican al enemigo. Sus hijos son asesinados por la espalda de un tiro, pensando que están participando en un juego. Sus padres también son ejecutados por turnos, sin que ninguno de los asesinados conozca el destino que han sufrido o sufrirán sus seres queridos. Sin que sepan, hasta el último momento, quién es su ejecutor.


Jean Claude Romand se preocupa, hasta el final, hasta su intento frustrado de suicidio, de qué pensarán de él sus allegados. Lleva toda su vida huyendo de la verdad y ha alquilado parcelas de autenticidad en el terreno de la mentira a un precio que no puede pagar sino con un festín de sangre. Sus encuentros con Corinne, su amante, son auténticos. Los hoteles y restaurantes caros a los que la invita son auténticos. También lo es el intento de asesinato de Corinne, cuando la gran mentira que ha contado a los demás está a punto de desvelarse. Si Romand permite que todos sus seres queridos sean testigos de quien verdaderamente es, un estafador de ancianos que no pudo conseguir sacarse la carrera de medicina, entonces, todo estará perdido. Romand, que estructura su identidad en base a lo que los demás piensan de él, tendría que enfrentarse a sí mismo, a la vulgar realidad, porque ya no se vería reflejado en el mundo que ha creado.


He leído en referencia a este libro sobre la sociedad enferma que engendra semejantes monstruos. El problema es que no hay sociedades enfermas, al menos, no en ese sentido. Hay individuos enfermos que forman parte de esas sociedades. Hablar de sociedad enferma es tratar de justificar o casi "limpiar" que un hecho así pueda suceder. Ante lo que no se puede comprender, se destapa el mecanismo de la autoflagelación a través de términos colectivos. Acusar a "la sociedad" es seguro y confortable, porque, bueno, es, para empezar, algo demasiado general y vago. Si utilizamos "la sociedad occidental", parece que la seguridad es mayor, nos granjeamos un ataque más localizado y masoquista. "Jean Claude Romand, un hombre que parece como tú y como yo, asesina a toda su familia. Eso es porque la sociedad occidental está enferma" es una vacuna poderosa contra la catástrofe existencial.


Hablemos de mecanismos de supervivencia. La mentira es uno de ellos desde que el hombre es hombre. El personaje de Ulises, "el taimado", lo demuestra. Todo el mundo miente a diario. Uno de los grandes tópicos aceptados sobre la mentira es el de mentir en el currículum o en un proceso de seducción. Por supuesto, no todo el mundo lo hace, pero está inserto en nuestro tejido cultural. Mentir forma parte de la realidad cotidiana y en este campo no entran solo las mentiras crueles o de intención malvada. También existen las mentiras piadosas, las sociales. Hay gente más mentirosa que otra. Hay gente honesta. También gente honesta que a veces miente. Gente que va de honesta, pero que es mentirosa y, al final del día, quedan las mentiras que, en ocasiones, nos contamos a nosotros mismos. Todos los "voy a hablarte con sinceridad" que han salido de boca de un mentiroso pueden contarse por miles. Y por millones las veces en las que la sinceridad se disfraza de mala educación. Por otro lado, nuestra búsqueda de la verdad, por mucho que pese a los relativistas, es obsesiva. Los relativistas son los primeros en ansiar que el axioma de que la verdad es relativa sea verdadero y absoluto "y quién no esté de acuerdo es imbécil". Relativamente hablando, claro.


Lo que aterra es cuando la mentira se convierte en patología (una excepción en la sociedad) y, entonces, la gente, sobrecogida, de alguna manera se ve reflejada y ajena al mismo tiempo. Sucesos así despiertan crisis interiores que resultan conflictivas debido al gran interrogante que pende siempre sobre el asunto de la identidad. Existencia. Existencia auténtica e inauténtica. Nos fascina. Es un tema sumamente complejo, que no me atreveré a abordar en estos párrafos. Filósofos, pensadores, escritores, psicólogos de toda índole han tratado ese tema. La historia de cómo estructuramos la identidad es la historia de la batalla por nuestra supervivencia emocional, la resistencia a la locura. Se me ocurre como referencia primigenia "Edipo Rey", de Sófocles, la tragedia más perfecta según Aristóteles. Edipo, al darse cuenta de que el criminal que perseguía, el asesino del rey de Tebas, es él mismo, lo que implica que, sin ser consciente, ha matado a su padre y se ha casado con su madre, se arranca los ojos y se autoexilia. En este caso, nuestro Edipo particular, al descubrir la verdad, no solo se arranca los ojos, sino que arrasa con las vidas de todas las relaciones y vínculos creados a raíz de la mentira sobre sí mismo. En esta catarsis de influencia griega, una pregunta permanece: ¿Quién es Jean Claude Romand?


Me llama mucho la atención también cómo al final, cuando todo se descubre y Romand pasa a disposición judicial, los psicólogos hablan de un periodo de transición que consiste en una primera fase de negación por parte de Romand en la

que, incluso, escribe una carta a su amigo Luc, pidiéndole ayuda porque una gran conspiración le ha convertido en el acusado de asesinar a su familia entera. Finalmente, y gracias al apoyo de dos voluntarios cristianos, Romand se "acepta a sí mismo" y pasa a identificarse como "el asesino que busca la redención", saltándose el rol de "asesino mitómano que mató a su familia porque no podía soportar que su entorno contemplara quién es en realidad". Despoja a su intento de suicidio de toda dosis narcisista y afirma que "aceptará la vía del sufrimiento en memoria de los suyos". Lo ha logrado. De nuevo. Con menos costes, porque ya no hay nada material ni afectivo que salvaguardar. Su identidad está de nuevo a salvo y perdida al mismo tiempo.


Tengo que reconocer que al principio me chirrió un poco el tono de elogio en las cartas de Carrère a Romand. Los "encomios al asesino" me resultan desagradables. No obstante, tras el choque inicial, Carrère, narrador que se mantiene, en la medida lo posible, al margen de consideraciones subjetivas o condenatorias, culmina esta obra con un párrafo que convierte una narración precisa en una genialidad. No seré yo quien se adueñe de su reflexión final, sencilla, brillante y contundente. Dejo, por el contrario, mi más ferviente recomendación. Pasen y lean.


Como ya viene siendo una tradición, os dejo con un vídeo, esta vez de una de las últimas escenas de la película de Juana de Arco de Luc Besson. "Viste lo que querías ver", la revelación suprema del adversario. Aunque, a modo de consideración personal, Juana me inspira bastante más compasión que Jean Claude Romand.





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