En esta película italiana de 1979 se hace patente la obsesión de Bertolucci, tanto a nivel visual como dramático, de marcar los límites en las relaciones de sus personajes. Solo marcándolos tan poderosamente como lo hace él (muchas veces son planos tomados con marcos casuales, como ventanas o espejos), conseguirá enfatizar el momento en el que esos límites se diluyen peligrosamente para conducir al espectador a la frontera de la locura de los protagonistas.
"La Luna" aborda la historia de Catherine, una diva de ópera y Joe, su hijo adolescente que, tras la muerte de Douglas, marido de esta, emprenden un viaje de huida desde su hogar en Estados Unidos a Italia, país en el que Catherine dio sus primeros pasos como artista y Joe fue concebido.
Retorno al vientre materno.
Se trata, en todos sus aspectos, de una vuelta al origen, al lugar seguro, al útero en el que el orden se gestó. Solo que esta vuelta atropellada y desesperada sumergirá a madre e hijo en un caos existencial. Catherine tiene una voz privilegiada que siempre la ha situado en el centro de atención escénico y esto ha trascendido a todos los aspectos de su vida. Joe, de pronto, se ve perdido en un lugar que no conoce, en pleno descubrimiento de su sexualidad y con la presencia de su madre abarcándolo todo, sin la figura paterna marcando el contrapunto. Todo se tuerce peligrosamente el día de su decimoquinto cumpleaños, en el que Catherine, pensando con cierta alegría contenida que va a descubrir un escarceo amoroso de su hijo, se topa con la realidad sin filtros: la chica con la que se ha escondido Joe está sujetándole el brazo para que este pueda inyectarse heroína.
Se inicia entonces un viaje terrible en el que madre e hijo irán estrechando su relación hasta sobrepasar el límite de la sexualidad. Catherine pierde las ganas de cantar. Ha perdido el control sobre su vida, su hijo y sus relaciones. Cuando la música está en su vida, consigue equilibrio, pero ahora se ha adentrado en un laberinto inextricable. La ausencia de su canto marca el momento en el que el protagonista absoluto es Joe con su adicción, la única forma que ha encontrado este para hallar el centro en su universo familiar. Joe pierde también la capacidad de comunicarse con su madre, dejando paso a una dinámica en la que el único punto de unión y alivio son los acercamientos sexuales, después de los que la espiral de caos se amplía más y más. El incesto, aunque presente, nunca es pronunciado explícitamente, ni afrontado en una conversación racional. Constituye un retorno a una etapa preoral en la que Joe expresa sus necesidades en estallidos de rabia y llanto.
Juego de máscaras y cambio de roles.
En esta tesitura también entra un juego sádico de roles. En un primer momento Joe invita a su madre a cenar y lo dispone todo como si se tratara de una cita. La reunión explota cuando este le exige heroína. Después de esto tiene lugar el primer contacto incestuoso. Catherine, destrozada al contemplar el síndrome de abstinencia de su hijo, termina proporcionándole heroína. Cuando Joe no encuentra ninguna aguja para pinchársela monta en cólera y se la intenta suministrar pinchándose con un tenedor. Catherine, con una mezcla de culpa y desesperación, termina tocando a su hijo hasta hacerle llegar al orgasmo.
A partir de ahí todo se agravará a medida que se acerquen a la casa en la que Joe fue criado y en la que aún vive, junto a su madre, su verdadero padre. Por el camino, Joe dejará abandonada en la carretera a su madre, iniciando un tercer acto en el que situaciones y diálogos cada vez se tornan más surrealistas (en el real sentido de la palabra). La trama sigue captando, pero se vuelve más densa y difícil de digerir. Los dos personajes abandonan definitivamente el rol de madre e hijo y adoptan máscaras ficticias, juegan con las identidades para protegerse emocionalmente de la realidad incestuosa que están viviendo. Joe se yergue en todo su potencial y termina sometiendo y humillando a Catherine, que también emplea sus mejores armas para provocar los celos de su hijo. Ese círculo vicioso de destrucción solo se romperá cuando entre en escena el verdadero padre de Joe, que con un gesto contundente hacia su hijo acabará con el caos desatado durante el periodo de duelo. Catherine, liberada, consigue cantar de nuevo.
Final circular y simbolismo.
Bertolucci ofrece un final circular que conecta directamente con la escena del principio, en la que se plantea el conflicto y se anticipa de forma simbólica todo lo que sucederá más adelante. En esta escena vemos a Joe cuando es bebé, en la terraza de una casita en un pueblo italiano, embadurnándose de miel (ese dulzor adictivo que en su adolescencia se verá sustituido por la heroína). Su madre lame la miel de los bracitos de su hijo e incluso le alimenta con sus propios dedos, en un acto de cariño y devoción, que tras descubrir la adicción a la heroína de su hijo derivará en una sensualidad enfermiza. La música suena y el centro de la escena lo ocupa Catherine, bailando con el padre de Joe. El bebé queda desplazado. Mientras la música hace que su madre disfrute y se libere, él se siente abandonado y llora. Finalmente su abuela se lo lleva dentro de la casa, dejando tras de sí un hilo de lana con el que Joe se ha enredado. Ese hilo bien podría ser el cordón umbilical, el lazo de dependencia que le une a su madre inevitablemente, por mucho que intente apartarse de ella. Hilo que también aparecerá cuando Joe, al final, retorna a esa casa.
También está la luna, un símbolo que no deja de repetirse y que, asociada a lo femenino y a la diosa griega Selene, viene a representar la omnipresencia materna en la vida del adolescente. La luna aparece en el cine en el que Joe intenta consumar sin éxito su primera relación sexual con una chica de su edad, Ariadna. Es una luna también lo que el joven dibuja cuando visita la escuela en la que trabaja su verdadero padre. Este astro se conforma como una presencia que lo aglutina todo y que sumerge a dos personajes cada vez más desesperados e incomunicados con la realidad en las entrañas de lo oscuro, la noche de la existencia, que viene a ser lo incognoscible, lo que no puede ser expresado con palabras sin poner en riesgo la cordura.