La primera vez que escuché hablar de Ana de Mendoza de la Cerda fue en una clase de Historia, en el instituto, a raíz de la truculenta trama política en la Corte de Felipe II que los siglos han cargado sobre su fantasma. Viudez, enfrentamiento a la orden de Santa Teresa, rebeldía, intrigas palaciegas. El primer título que me resonó de ella fue «la princesa de Éboli» y la primera imagen la de un retrato atribuido a Sánchez Coello de una mujer del siglo xvi que porta una gorguera que pertenece al siglo xvii y cuyo rostro exhibe un parche en el ojo. La fascinación que ese cuadro ha ejercido sobre mí en los meses en los que estuve leyendo sobre la noble de Guadalajara deja a la Mona Lisa llorando en su rincón del Louvre y por eso nos decantamos por utilizarlo de referencia para la portada, pese al anacronismo. La grafóloga Sandra Cerro escribe acerca de este retrato, y, a través de un análisis de los elementos que pertenecen a épocas diferentes y la comparación con otras obras que representan a la princesa, llega a la conclusión de que esta ya canónica representación pictórica guarda tantos misterios como las circunstancias que rodearon los años en que su protagonista vivió en Madrid.
El material bibliográfico, actualizado con el paso de los años y el descubrimiento de nuevos documentos, han moldeado una imagen de la princesa. Gracias a las cartas que de ella se conservan tenemos su voz, el brillo de su inteligencia, la insistencia y la diligencia con la que dirimía sus asuntos, pruebas por escrito de los proyectos que puso en marcha para la villa ducal de Pastrana, donde vivió y a la que dedicó gran parte de sus energías.
La ficción se ha inflamado durante décadas a través de todo tipo de plataformas, y no con pocas razones, conformando una amalgama de perfiles psicológicos (a veces, clichés) que pueblan los vacíos creados por el enigma en torno a los hechos acaecidos poco después de enviudar. En algunas ocasiones se le ha otorgado el rol de la femme fatale frívola al servicio del mal encarnado en un interés propio cuya motivación no queda del todo clara, papel que convierte a Ana de Mendoza de la Cerda en una marioneta del morbo. En otras, se le da el papel de víctima absoluta y beata que solo busca el bien para sus hijos y que se asemeja más a un modelo ideal de madre liberada del siglo XXI que de viuda del XVI.
Esta es la primera vez que se lleva la vida de la princesa de Éboli a las viñetas y, aunque éramos conscientes del reto, no quisimos quedarnos atrapadas en una mera exposición de datos biográficos, porque nuestra intención era darle vida al personaje, captar algo de su esencia. Tampoco pretendemos ser las trovadoras de la verdadera efigie de Ana porque sabemos que eso es imposible. En el guion he intentado tener un aproximamiento narrativo que se aleje de las caricaturas y, con la biografía escrita por Helen H. Reed y Trevor J. Dadson como libro de cabecera y otros libros y textos que se especifican en el apéndice bibliográfico, he intentado ceñirme a los hechos que constan sin dejarme encorsetar tampoco por los espacios que solo puede cuajar la imaginación. Esto es ficción histórica y al final se trata de ofrecer interpretaciones dramáticas plausibles dadas las circunstancias en las que vivió el personaje del que se habla. A veces he tenido la sensación de que la trama política podía condicionar y envenenar el resto de las áreas y, pese a que no se le puede quitar importancia, puesto que determinó el resto de sus días y supuso un escándalo en la Corte, decidí no centrarme solo en la pregunta «¿fue culpable o víctima?», sino en «¿quién era Ana?».
Debido a una cuestión de espacio y a la decisión de ser fiel a esa pregunta, decidí situar el grueso de la trama en la época en la que la princesa pierde a su marido, Ruy Gómez de Silva, favorito del rey, y no le queda más remedio que reconstruirse. Y, aunque haya pistas en esta historia de quién pudo haber sido Ana cuando vivió con sus padres y quién cuando vivió con Ruy, el relato plantea a una mujer que, por un revés del destino, tiene que definirse a sí misma para utilizar las herramientas de las que dispone a fin de no caer en desgracia frente a sus enemigos y conseguir prosperidad para sí misma y los suyos. Para ello, me he intentado alejar de la imagen de la femme fatale, de la beata o de la mujer adelantada a su tiempo porque es algo que ya se ha hecho con mayor o menor acierto. He querido hablar de una mujer excepcional de su tiempo, con sus luces y sus sombras, tal y como la documentación que ha caído en mis manos y mi propia imaginación me la han hecho sentir y entrever.
Para esta tarea no habría podido encontrar a mejor compañera que Noelia, que ha depositado todo su arte y corazón en esta historia, sacando a la luz con su trazo lo que las letras no podrían haber alumbrado por sí mismas. Le estaré eternamente agradecida por convertir el carácter en belleza, por no tener miedo a mostrar la sensualidad en consonancia con la inteligencia, por dibujar a Ana con tanto cariño, valentía y sentimiento, sin conformarse con copiar su retrato, dándole así una entidad genuina.
Gracias también a la historiadora Sara López López por su inestimable ayuda con la documentación.
Con todo esto esperamos ofrecer una versión más en este collage de siglos de fascinación sobre cómo pudo haber sido Ana de Mendoza de la Cerda, conocida popularmente como la princesa de Éboli e impopularmente como la tuerta de Pastrana. Y, ante todo, esperamos que el lector pase al menos un buen rato. Para bien o para mal, aunque confiamos en que sobre todo para bien, esto es simplemente un cómic.
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